No estaba preparado
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Solo una persona sabe que David Beriáin me acompañó a las dos entrevistas que más miedo me han supuesto realizar. Y esa persona no es él. David decía de sí mismo que era un cagueta y que su trabajo no era correr riesgos, aunque todos sus compañeros reconocen que llegaba donde nadie más lo hacía.
Lejos de los disparos o las veces que arriesgó su integridad física, mi mayor temor profesional es juzgar a un entrevistado que decide compartir su vida a alguien por el mero hecho de ser periodista. No ser capaz de escuchar y ponerse, por un momento, en sus zapatos por más que sea un asesino, un violador o un caníbal.
“Creo que el periodismo es como el cine. En las películas si el bueno es muy bueno y el malo es muy malo, lo que es malo es la película. Yo creo mucho en los grises de las personas”, respondía en una entrevista. En otra, añadía: “El esfuerzo consiste en tratar de entender a la persona que tienes delante, aunque no la justifiques. Entonces te dices a ti mismo ‘Si parece majo… Si quiere… Si ama… Y hay quien le ama a él’. Eso asusta. Cruzar esa línea asusta más que ninguna cosa. Pero ese es el sentido de nuestro trabajo”.
Por eso, tanto en Ucrania como en Liberia, lo último que hice antes de dar la mano a dos tipos con pasado oscuro fue ver un vídeo suyo en el que mostraba su manera de ejercer la profesión: “Yo quiero entender. Esa es mi pasión, es lo que me mueve. Quiero sentarme, escucharte y entenderte”.
Le conocí tres años antes de la primera. David volvía a la facultad para presentar su último documental El ejército perdido de la CIA. Llegó, nos contó que lo más complicado había sido cortar las decenas de horas de grabación y salió de un aula ya a oscuras. Necesité 40 minutos y un empujón para bajar las escaleras laterales y salir en su busca.
No sé de dónde salió, ni cómo lo sabía, pero me miró y me dijo: “Siéntate, cuéntame”. Y ahí, en los bancos de piedra de las cristaleras, me atraganté ante unos ojos que parecían estar frente a su entrevistado más importante. Mi gran idea era que se llevara a un alumno de segundo a su próximo viaje. Quería aprender.
No se rio, no interrumpió a pesar de mi desorden, me explicó cómo funcionaban los seguros de Discovery Max y me dio un consejo antes de hacerme apuntar su número: “Pasa por una redacción y llámame”. Aquella vez no estaba preparado.
Dos años después, MAJ, que ayer compartió la foto de un abrazo precioso entre los dos, entró a la sala dónde finiquitábamos el TFG para pedirme el CV. Con un diseño que daba pena y una experiencia escueta hasta para un alumno de cuarto, mentí y le dije que no lo tenía hecho. Tardé varios días en dárselo y le deslicé que me faltaba un semestre para acabar el grado. Aquel día, MAJ me hizo un gran favor y se negó a enviar el papel, por lo menos, hasta que terminara la carrera. Aquella vez, tampoco estaba preparado.
Hubo otras ocasiones en las que estuvimos a punto de coincidir, como el día que le llamé desde Grecia, después de que un amigo se lo juntara de noche en fiestas de su Artajona y volviera a ofrecer su teléfono. O un mes después, cuando propuso quedar en Madrid, pero su apretado calendario le hizo cambiar de planes a última hora. En todas respiré aliviado. “Si no tienes ni idea de qué vas a preguntarle al diablo, ¿para qué ir al infierno?”, solía decir. Algo así nos ocurrió a muchos con un referente al que admirábamos por su buen hacer periodístico, pero especialmente porque transmitía honestidad.
Ayer, en un día negro para el periodismo, me sentí raro leyendo a personas que, al igual que yo ahora, hablaban más de sí mismos que del periodista bueno, como lo definió Manuel de La-Chica. Me sentí raro respondiendo mensajes de gente que sabe que lo admiro sin conocerlo. Me he sentido raro, también, al escribir esto.
Justo cuando parecía que llegaba el momento de tocar la puerta del diablo, David se nos ha escapado al cielo. Descansa en paz. No estábamos preparados.